domingo, 16 de octubre de 2011

el salvaje

La embriaguez del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard deshinchado.
– Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís – dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso. – ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres como entonces.
– Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.
– Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.
– ¡Hombre, me gusta eso! – dijo Bernard con amargura. – ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se revolvieran contra mí.
Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de pequeñas venganzas a desarrollar contra el mismo. (...) Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.


-Un mundo feliz, Aldous Huxley

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